lunes, 13 de febrero de 2012

HIP HOP RAP


El Viernes 10 de febrero tuvo lugar en el Club Profesional Xabec una conferencia con el futuro experto en Rap "Juan Serrano Sánchez".

Hay que destacar que no hubo ninguna pregunta que no supiera contestar y la reacción dominó que se produjo incluso en los más escépticos al visualizar raps tan famosos como "efectos visuales" de Nach ó menos famosos pero más profundos como "la mirada de María".

No sabemos si el invitado del próximo viernes superará esta sesión, lo que si es seguro es que la picaeta ha bajado de precio... Los que tengan dudas que le pregunten a Pablo Taberner...

sábado, 8 de octubre de 2011

El paso de los Pirineos

Del 14 al 16 de octubre: Viaje un pasado cercano que cambió el futuro próximo
Salida: Viernes a las 17.15 desde xBc.
Precio: 40 euros.
Hay que llevar: comida de todo el fin de semana. Saco de dormir. Ropa de excursión y algo más. Chubasquero por si acaso.
Conviene ver la película: There be Dragons (Se proyectará el Lunes a las 20:00 en xBc con cena de travesía)

A continuación se muestra relato de un testigo directo (Pedro Casciaro)

VIII. A TRAVÉS DEL PIRINEO

Una contraseña

Un día nos dijeron -¡por fin!- que ya podíamos partir y concluyeron aquellos días de impaciente espera en Barcelona. La alegría que experimenté al saber que ya podíamos ponernos en marcha debió ser tan grande que no me acuerdo de nada: sólo logro recordar que poco después de darnos la noticia, el 19 de noviembre, nos encontrábamos ya en el autobús de línea que hacía el recorrido entre Barcelona y Seo de Urgel.

Nos distribuimos discretamente dentro del vehículo formando dos grupos. En los asientos de delante iba el Padre con Juan y José María. En la parte de atrás nos acomodamos Paco, Miguel y yo. Habíamos convenido que los otros dos que faltaban, Tomás y Manolo, se unieran con nosotros un par de días después para no despertar sospechas.

El Padre llevaba unos pantalones de pana color café ceñidos a los tobillos, un jersey de lana o algodón azul marino de cuello alto y una boina negra; y unas botas de badana color castaño, con suelas de goma, que Juan le había conseguido y que parecían -sólo eso, parecían- muy apropiadas para trepar por los montes. Paco y Miguel iban con los pantalones y camisas caqui del Ejército que les había proporcionado yo, valiéndome de un procedimiento que será mejor silenciar; y el que esto escribe llevaba el mono gris de siempre con numerosos bolsillos. Los intermediarios de los guías nos habían aconsejado que lleváramos dos pares de alpargatas cada uno; así lo hicimos, a excepción de José María, que ya para entonces usaba unas botas de excursión, que llamábamos de "suela de tocino".

Apenas llevábamos equipaje: sólo unas mochilas o macutos de soldado. Me dí cuenta entonces que lo que los hombres consideramos "imprescindible" puede reducirse en ocasiones a tan poca cosa, que llega a ser prácticamente nada. Entre los pocos objetos que había dentro de las mochilas, estaba lo necesario para que el Padre pudiera celebrar la Santa Misa: unos pequeños corporales, varios purificadores, un vasito de cristal, una botellita con vino de Misa, y el "misal" manuscrito. El Padre, con el cuidado sumo para los detalles que le caracterizaba, y muy especialmente en todo lo que se refería a la Sagrada Eucaristía, lo había preparado todo personalmente, supliendo con amor la penuria de medios. En el bolsillo de la camisa, bajo el jersey azul, llevaba el Santísimo dentro de una pitillera de plata.

Juan había tenido en cuenta que casi ninguno de nosotros estaba en condiciones físicas para afrontar la larga caminata que nos esperaba y había previsto los remedios oportunos. Le preocupaba especialmente el Padre: temíamos todos que la humedad y el frío del Pirineo -máxime cuando ya estaba avanzado el mes de noviembre- pudieran ocasionarle una recaída de su reuma. Para eso, en previsión de que sufriera un shock de agotamiento o algo parecido, Juan llevaba una bota de vino que contenía tanto azúcar como vino: como buen fisiólogo, sabía que un trago de aquel vino tan azucarado podría hacerle reaccionar en un momento de desfallecimiento general.

Convinimos en no apearnos todos en el mismo lugar. La carretera que conduce a Seo de Urgel estaba próxima a la zona fronteriza, y por la documentación que llevaban y la edad que representaban, era probable que el Padre, Juan y José María pudieran pasar el control de policía y carabineros que había antes de llegar a Oliana. Era más prudente por lo tanto que los que estábamos visiblemente en edad militar -Paco, Miguel y yo-, nos bajáramos antes de ese control. Así que nos apeamos del autobús en Sanahuja, bastante antes de Pons y de Oliana.

Se había convenido que allí nos estaría esperando un guía y que uno de nosotros debía decirle, como contraseña, la palabra "Pallarés", llevando un periódico enrollado en la mano.

En el lugar de la carretera donde paró el autobús se encontraban varias personas. Empezamos a indagar. Nuestro santo y seña era perfecto; pero no sé por qué razón me arrogué la misión de llevar el periódico y de pronunciar la dichosa palabrita, sin tener en cuenta que cuando estoy nervioso, suelo tartamudear y me cuesta la pronunciación de las palabras que comienzan por consonante labial. Lo intenté varias veces: Pa... Pa... Pa..., pero el mágico "Pallarés" no salía de mi boca. Al fin logré pronunciarlo y como por ensalmo, pasó junto a nosotros un sujeto pelirrojo que nos dijo sin mirarnos:

Seguíume!

Fuimos siguiéndole a una distancia discreta hasta que, ya lejos del puente y entre arbustos, trató de comunicarse con nosotros. No fue cosa fácil: aquel sujeto, que debía ser contrabandista de profesión, era italiano y no hablaba ni castellano ni francés; tampoco creo que hablara propiamente italiano, sino un dialecto meridional; y por añadidura estaba pasado de copas. Paco logró finalmente entenderse con él en un catalán muy defectuoso por ambas partes.

Comenzamos a andar a través de los montes. Y he de confesar que nuestro debut montañero no fue muy alentador; fue, hablando claro, un verdadero desastre: el guía italiano se perdió a media noche y nos estuvo llevando de un sitio para otro. Así fueron pasando las horas: cinco, seis, siete... Paco le ayudaba una y otra vez a orientarse, indicándole por dónde se había puesto el sol. A las doce horas de camino estábamos exhaustos, con el guía perdido, y sin otra solución que seguir andando. Si seguimos caminando, sin detenernos, más de veinticuatro horas, fue gracias a Paco, que mantuvo alta la moral en todo momento, tratándonos con fortaleza y energía, como un capitán a su tropa. Al fin, totalmente extenuados, llegamos a nuestro destino: un pajar cercano a Peramola.

Allí nos estaban esperando un labriego catalán, ya maduro, y un muchachito de unos doce o catorce años. Nos entregaron una carta del Padre, que nos había escrito poco antes: en esa carta nos decía que habían pasado sin problemas el control de Oliana y que, tras cruzar el río Segre, habían llegado a pie hasta aquel pajar, del que se habían marchado pocas horas antes. Nos contaba también que nos encontraríamos enseguida, y nos pedía que hiciéramos un retrato a lápiz a aquel simpático muchacho, dejándoselo como recuerdo. Como se ve, hasta en los momentos más críticos, el Padre estaba pendiente de vivir la caridad con todos y de manifestar su gratitud con algún detalle. En el pajar comimos con gran apetito, cumplimos el encargo del Padre y dormimos un par de horas tumbados en la paja, a pesar de que unas ratas -a las que no nos habían presentado- se tomaron enseguida una confianza inusitada con nosotros y se paseaban a nuestro lado como si nos conocieran de toda la vida.

Nos despertaron con los cuerpos aún entumecidos por la terrible caminata, con una mezcla extraña de sueño, cansancio y el asco de las ratas; y, sacando fuerzas de flaqueza, continuamos andando tres horas, más o menos, por el monte, hasta llegar a una masía típicamente catalana. Allí encontramos al Padre y a los otros dos. No recuerdo qué hora sería. Me parece que ya había celebrado la Santa Misa en una pequeña habitación de la casa y que nos dio la Comunión a los que acabábamos de incorporarnos. El Padre nos presentó a "en Pere" ("el" Pedro), un payés de unos cincuenta años, propietario de aquella masía de Vilaró, al que acompañaba toda su familia.

Mi reacciones en aquellos momentos eran torpes y desambientadas. El cansancio me había producido una obnubilación que no me permitía sentir la lógica alegría por el hecho de estar ya casi todos reunidos con el Padre, en pleno monte, en un lugar que se suponía seguro y desde donde podríamos iniciar el paso del Pirineo.

Advertí sin embargo que el Padre estaba serio, menos alegre que de costumbre; pero lo atribuí a su preocupación por los que habían quedado en Madrid, por su madre y sus hermanos. El cansancio hacía que yo no captase bien qué estaba ocurriendo a mi alrededor. Al poco de llegar a la masía todo estuvo preparado para la comida: se veía que habían estado esperándonos a los tres rezagados porque la hora era muy pasada. En mi despiste, me pareció que nos habían puesto arroz y pollo para comer, y lo festejé con entusiasmo; pero me explicaron al momento que era trigo cocido con ardilla, uno de los pocos alimentos de los que disponían aquellas pobres gentes.

Yo creía que íbamos a pasar la noche en aquella masía, pero vi que Pere hablaba con el Padre y con Juan y les decía que en aquel sitio corríamos peligro: los carabineros podían encontrarnos y debíamos trasladarnos a otro lugar en cuanto anocheciera. Me llevé un gran disgusto, no por enterarme de que seguíamos en peligro, sino por tener que seguir caminando de nuevo aquella misma tarde. Afortunadamente el lugar estaba cerca, a poco más de media hora de camino. Se trataba de una casa-ermita deshabitada y desmantelada: la iglesia y el curato de Pallerols.

Cuando llegamos a la ermita ya era noche cerrada y no me orienté bien. Ni siquiera allí nos dejaron dormir tranquilamente en una de las habitaciones, sino que nos metieron dentro de una especie de horno, cercano a la iglesia, que estaba destrozada; al menos eso fue lo que me pareció a mí aquella habitación pequeña de techo bajo y abovedado, muy ahumada, en la que, a pesar de las apariencias, cupimos todos. Nos dijeron que en ese lugar pasaríamos menos frío; pero era patente que se trataba de una excusa para tranquilizarnos a algunos. El horno tenía un ventanuco pequeño, que habían tapado con unas cuantas tablas. Pere se despidió, aconsejándonos que no abriéramos la puerta, llamara quien llamara.

Cuando estábamos todos dentro del horno, débilmente iluminados por las sombras que proyectaba una mugrienta candela que se encendió mientras nos acomodábamos en el suelo, pude vislumbrar el rostro abatido del Padre. Nunca lo había visto así. Conversaba en voz baja con Juan, como discutiendo. Yo no entendía nada. Le pregunté a Paco, que estaba más cerca de ellos, qué pasaba; Paco me explicó, con voz casi imperceptible, que el Padre pensaba que no debía abandonar a aquellos hijos suyos que habían quedado en Madrid, expuestos a toda clase de peligros. Interpreté las pocas palabras que me dijo Paco en el sentido de que el Padre dudaba en aquellos momentos cuál era la Voluntad de Dios, y tenía el corazón como dividido: por una parte veía la necesidad de llegar al otro lado, para seguir con la Obra y ejercer su ministerio; por otra, deseaba regresar a Madrid, donde algunos hijos suyos permanecían en la cárcel, o escondidos, y donde estaban su madre, su hermana, su hermano Santiago... De pronto me pareció oír decir a Juan una frase que me desconcertó todavía más:

-¡A Vd. le llevamos al otro lado, vivo o muerto!

Me quedé profundamente asombrado: nunca había oído que ninguno de nosotros le hubiera dicho al Padre algo parecido, ni que se hubiese dirigido a él en un tono que no fuera sumamente respetuoso. Me puse a rezar, nervioso y atemorizado; mientras tanto, alcancé a oír los sollozos contenidos del Padre. Aquello me entristeció profundamente. Invoqué una vez más a la Virgen y me quedé dormido, vencido por el inmenso cansancio de la caminata anterior y por aquellas extrañas emociones.

Una rosa

Dormí profundamente; no creo que otros lo hicieran. Cuando me desperté a la mañana siguiente, el Padre y algunos más ya habían salido del horno y deambulaban por la casa. ¿Qué habrá pasado? -me pregunté-, ¿qué irá a pasar? Salí y encontré al Padre con un rostro radiante de alegría y de paz. Aun entendí menos que la noche anterior.

Paco me contó entonces que en aquellos momentos de duda el Padre se había acogido a la intercesión de la Virgen, pidiéndole una señal clara e indudable -¡una rosa!- como signo de que debía proseguir adelante; algo, en definitiva, que le confirmara en su decisión y le confortara en aquellos momentos de dolorosa incertidumbre. Era algo que no hacía nunca, porque no buscaba lo extraordinario: fue una moción de Dios. Y al entrar en la iglesia destrozada que estaba cerca del horno en el que habíamos dormido, había visto en el suelo el brillo de una rosa de madera estofada.

Esa rosa, proveniente de uno de los retablos de la iglesia que habían sido quemados por los milicianos -probablemente del altar de la Virgen del Rosario-, le confirmaba que debía seguir adelante.

Es una rosa de madera dorada -explicaría el Padre años más tarde- sin ninguna importancia. Allí, cerca del Pirineo catalán, la tuve por vez primera entre las manos. Fue un regalo de la Virgen, por quien nos vienen todas las cosas buenas.

Hablaría poco en el futuro sobre esta rosa: en parte por humildad -era el protagonista de aquellas gracias de Dios- y en parte porque no era nada amigo de milagrerías: No olvidéis, hijos míos -nos decía siempre-, que lo sobrenatural para nosotros se encuentra en lo ordinario.

Reconozco que debería deplorar haberme dormido tan profundamente durante aquella noche; pero, si he de ser sincero, más bien me alegro. Siempre que he visto acercarse lo sobrenatural, lo extraordinario, en la vida de nuestro Fundador he sentido un temor especial que me ha turbado demasiado.

Doy gracias a Nuestra Señora de todo corazón porque aquella noche le confirmase al Padre en el camino que debía seguir y le hiciese superar aquellas amargas incertidumbres; porque así como nunca había visto al Padre tan afligido como aquella noche, tampoco lo vi nunca tan gozoso como aquella mañana.

La "cabaña de San Rafael"

Nuestra breve estancia en la casa-ermita de Pallerols terminó en cuanto el Padre concluyó de celebrar la Santa Misa sobre una tosca mesa que había en una habitación contigua al horno. Aunque estábamos habituados a comprobar su piedad al celebrar el Santo Sacrificio, en aquella ocasión, por las circunstancias tan extraordinarias que la habían precedido, fue aún más emocionante para todos.

Al concluir la Misa, Pere nos condujo a pie cuatro o cinco kilómetros hacia el Norte, y nos fue adentrando en los bosques de Rialp, muy tupidos de robles, pinos y abetos. Iba muy atento, por ver si descubría en el camino una posible presa para la paella del día, que se componía habitualmente de trigo y ardillas. Nos dejó al fin en una cabaña semiescabada en el suelo, techada con troncos y ramas, que estaba perfectamente camuflada dentro del bosque. Los otros dos del grupo que faltaban se incorporaron pocas horas después.

Se notaba que anteriormente había acampado en aquella cabaña alguna que otra caravana de prófugos, porque en el suelo quedaba algo de paja con la que nuestros predecesores habían tratado de combatir el frío y la humedad. Hasta que no sufrimos las consecuencias, no supimos que esos caballeros nos habían dejado también otra herencia bastante menos agradable: un repugnante cultivo de piojos.

Para protegernos del frío, Pere nos proporcionó una delgada manta de algodón para cada dos personas, que resultó totalmente insuficiente: nos pasábamos las noches tiritando. Alguna vez, durante la noche, encendimos un poco de fuego en el interior de la cabaña; pero no era buena solución: como había que evitar que saliera humo al exterior, se acababa formando dentro una humareda que nos ahogaba. Durante el día tampoco encendíamos fuego, ni cocinábamos, por temor a ser localizados desde lejos. Pere, valiéndose a veces de un borriquillo, nos traía los víveres. No eran demasiado abundantes, pero nos los cobraba como si estuviéramos en un gran hotel.

El Padre denominó a aquella cabaña la cabaña "de San Rafael", como manifestación de su devoción a los Arcángeles, a los que invocaba como patronos del Opus Dei. A este Arcángel encomendaba especialmente la labor apostólica con la juventud. Ahora, al cabo de los años, me cuesta trabajo creer que sólo estuviésemos cinco días en esos bosques de Rialp: a mí me parecieron siete u ocho.

Durante ese tiempo el Padre atendió a unos sacerdotes de la comarca que estaban escondidos en otra cabaña, más arriba del monte; llevaban allí muchos meses y Pere le indicó el camino para encontrarlos. Aquellos buenos sacerdotes agradecieron mucho la posibilidad de poder conversar con otro sacerdote que pudiera referirles qué cosas habían ocurrido en España y en el mundo durante aquellos meses. A pesar de todo, en medio de su precaria situación, aquellos sacerdotes tenían que dar gracias a Dios: en concreto, en Urgel acabaron matando al 20 por ciento de los sacerdotes de la diócesis. De los 540 sacerdotes seculares que había incardinados en 1936, asesinaron en total, durante toda la guerra, a 109. Y a esta cifra hay que añadir la de los miembros de las diversas órdenes religiosas.

Tal vez también nosotros hubiéramos podido permanecer indefinidamente en el bosque sin que nos encontrasen los carabineros o milicianos. El Padre comentó en alguna ocasión que fue entonces cuando comprendió verdaderamente el significado de la palabra "emboscado", que en aquellos años se usaba con frecuencia.

Durante aquellos días el Padre nos insistió con frecuencia en que viviéramos un horario establecido en el que no sobrase ni un minuto. Nos pedía que mantuviésemos bien limpia la cabaña y sus alrededores; quería que nos afanásemos en mantenerlo todo en un orden meticuloso; y en general, nos hacía atarearnos en unas ocupaciones que a mí me parecían completamente innecesarias. Indicó que por la mañana, después de asistir a la Misa que celebraba sobre un altar improvisado en medio del bosque, entre los trinos de cientos de pájaros, alguno de nosotros, como José María Albareda, diese al resto una charla sobre cuestiones culturales. Hizo que otros llevasen un diario, que los estudiantes de Arquitectura dibujásemos y no faltó siquiera un rato de deporte. Yo hacía todo lo que nos iba indicando, pero no acababa de entender el sentido de aquello.

A la vuelta del tiempo comprendí la razón de aquel modo de proceder: el Padre quería evitar la psicosis característica de los emboscados, que sueñan con la libertad, pero acaban quedándose en la comodidad de su refugio, por no poner el necesario esfuerzo para salir de esas circunstancias. De ese modo nos mantuvo ocupados durante aquellos días, alejando de nosotros cualquier atisbo de nerviosismo, de impaciencia, de pereza o desánimo. Fue una manifestación más de su fortaleza, de su prudencia y de su serenidad ante las diversas circunstancias de la vida.

De nuevo en marcha

Sin embargo, a pesar del esfuerzo del Padre por tenernos ocupados durante toda la jornada, conforme iban pasando los días iba creciendo nuestra impaciencia interior por reemprender la marcha hacia la frontera. Finalmente llegó el día esperado; y, al menos a mí, me pilló totalmente desprevenido. Estábamos esperando que Pere nos trajera la comida de la tarde, cuando el día 27 de noviembre se presentó sin ella, y nos dijo que había que ponerse inmediatamente en marcha. Recogimos nuestras cosas a toda prisa y nos encaminamos hacia el norte. Pere nos acompañó todavía como un par de horas en este recorrido.

Hicimos un alto, ya de noche, para aguardar a otros que debían incorporarse a nuestra expedición. "Mientras esperábamos -recuerda Juan-, el Padre se encontró otra vez asaltado por sus vacilaciones y se mostró decidido a volver atrás. (...) Aquello era una nueva prueba. No veía lo que tenía que hacer, como si de pronto se sintiera abandonado, como si le faltara la ayuda sobrenatural, como si fuera una prueba permitida por Dios, que le exigía un tremendo esfuerzo para imponerse a su preocupación momentánea y seguir a contrapelo. Me entró pánico, pensando que pudiera ser una decisión terminante. Sin vacilar, le cogí del brazo, dispuesto a no dejar que volviera".

Por fin, llegó el grupo que esperábamos, y Pere se despidió de nosotros:

-¡Dios quiera que tengan buena suerte!

A Pere le relevó un hombre pequeño y hablador, conocido por el Mora, que nos condujo hasta una cueva en el Corb, a unos dos kilómetros al norte de Peramola. Allí nos encontramos con un nuevo guía, que nos dijo que se llamaba Antonio, aunque después nos reveló su verdadero nombre: José Cirera.

Este nuevo guía "era un contrabandista autoritario, infatigable y audaz, como poco a poco fuimos comprobando", recuerda Juan. "Avanzamos hasta el interior de la cueva y cuando estábamos en lo más profundo, a la luz de una vela, nos dijo con voz enérgica:

-Aquí mando yo, y los demás a hacerme caso. Andaremos en fila, de uno en uno. Y no hablar: no quiero nada de ruidos. Cuando yo tenga que avisar algo se lo diré a los primeros de la fila, y os lo iréis diciendo unos a otros. Que nadie se pare ni se detenga. Si alguno se pone malo y no puede seguir, se quedará en el camino. Si alguno quiere acompañarle, se quedará también".

La escena fue tétrica. A continuación salimos todos de la cueva, en medio de la noche, tras el guía, que era joven y fuerte como un gamo, por un camino muy empinado entre una vegetación de encinas y pinos. Parecía que Dios le había dado una anatomía especialmente diseñada para trepar riscos con una agilidad sorprendente. Pronto se ganó un merecido prestigio de líder; un prestigio que residía fundamentalmente en sus piernas y en un mutismo desproporcionadamente obstinado para su edad.

A partir de entonces, poco a poco, fue formándose una larga fila de fugitivos que se iba engrosando en cada encrucijada, de modo semejante a como los riachuelos van confluyendo en la corriente hasta formar un río. De ese modo, nuestro reducido grupo inicial se había convertido en una larga hilera humana. En ella el Padre caminaba inmediatamente detrás de Antonio y casi a continuación iba José María. Desde mi puesto de atrás advertí poco después que el Padre había hecho amistad muy pronto con nuestro joven guía. Comprobé de nuevo que nadie se resistía a su simpatía y don de gentes.

A partir de ese momento perdí la noción del tiempo, hasta en su relación con los días y las noches. No sabría cómo explicarlo; fue una sensación semejante, pero infinitamente más angustiosa y radical, a la que se experimenta cuando se hace por primera vez un vuelo transoceánico de varios días. Contribuyó a esa confusión el hecho de que solíamos caminar de noche, para que no nos descubrieran, y descansábamos durante las horas más luminosas del día, en algún lugar de confianza para los guías. Pero esto fue muy relativo, porque hubo bastantes excepciones. Además, ninguno llevábamos reloj, salvo Manolo, y no hubo comidas que marcaran las etapas de cada jornada. El resultado es que acabé perdiendo el sentido del tiempo; no sabía en qué día estábamos, ni qué hora era; las caminatas nocturnas me parecían interminables; y el cansancio, el sueño y el hambre las alargaban desmesuradamente. Las alargaban también lo agreste del camino, porque nunca seguíamos propiamente una senda de montaña: no hacíamos más que trepar y trepar riscos, y abrirnos paso, a duras penas, entre la maleza del bosque.

A veces veíamos centellear las luces de un pueblecito en el fondo del valle, y preguntábamos al guía cómo se llamaban. Pero fuimos comprobando que nos decía siempre los nombres invariablemente cambiados, como medida de seguridad y para evitar cualquier delación.

Al fin, después de una larguísima caminata, llegamos a una profunda hondonada en el barranco de la Ribalera, en la escarpadura de una montaña de rocas rojizas. Allí, antes de ponernos a descansar, el Padre dijo que quería celebrar la Santa Misa. El lugar elegido no fue dentro de la hondonada, sino cerca de ella, al aire libre, un poco más abajo de una pequeña cascada originada por las filtraciones de la montaña.

Durante el trayecto de la noche anterior habíamos oído algunas blasfemias, porque dentro del grupo, además de unos veinte mozos catalanes, había gente de todo tipo y no faltaban algunos contrabandistas. A pesar de todo, el Padre quiso que se corriera la voz de que era sacerdote y se dispuso a celebrar la Santa Misa. La caravana no era muy numerosa todavía; pero, como poco, asistieron a Misa unas veinte personas que, con toda seguridad, no lo habrían podido hacer desde el comienzo de la guerra. Todos estuvieron muy respetuosos.

Nunca podré olvidar aquella Misa. Como no había ninguna peña suficientemente alta que pudiera servir de mesa de altar, el Padre tuvo que celebrar el Santo Sacrificio permaneciendo de rodillas durante todo el tiempo, delante de una piedra no demasiado alta, pero suficientemente plana. Pese al cansancio y a lo singular de las circunstancias, celebró la Misa con gran unción, contagiando a los demás su piedad y recogimiento. Dos de nosotros tuvimos que estar también de rodillas durante todo el tiempo sujetando los corporales para no el viento no se llevara ninguna forma. Nuestro guía lo observaba todo a una respetuosa distancia, semioculto entre los árboles.

Me fijé de un modo especial en la devoción con la que oyó Misa un muchacho catalán de aspecto universitario. Se llamaba Antonio Dalmases, y más tarde hicimos amistad con él. "Sobre una roca y arrodillado -escribió entonces Antonio en su diario- casi tendido en el suelo, un sacerdote que viene con nosotros dice la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las iglesias. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el sacerdote es un santo.

La Sagrada Comunión es conmovedora: como casi no podemos movernos hay dificultad para administrarla y esto que estamos todos agrupados en torno al altar. Todos vamos andrajosos, con barba de varios días, despeinados, cansados. Uno tiene el pantalón roto y enseña toda la pierna. Las manos sangran por los rasguños, los ojos brillan por las lágrimas contenidas, y sobre todo está Dios entre nosotros".

Después de este descanso de pocas horas, reanudamos la marcha a media tarde, todavía con luz. Tras una prolongada escalada, vino una subida más suave, pero prolongada, casi en altiplano; finalmente, otra subida fatigosa hasta coronar el Aubens.

Las fuerzas comenzaban a flaquear y José María y Tomás estuvieron a punto de quedar extenuados. "La pendiente era grande -recuerda Juan- y en algunos momentos sólo se podía andar trepando por las piedras. Apenas empezar este tramo Tomás Alvira se cayó desvanecido. Estaba en tal estado de agotamiento que pensaba que no podría llegar al final. Intentamos reanimarlo. Pero en un determinado momento el jefe dio la orden de seguir porque había que alcanzar la cumbre antes del anochecer. Ordenó que a Tomás lo dejáramos allí. Era una decisión brutal y no estábamos dispuestos a aceptarla, pero Tomás no se sentía con fuerzas para nada. Entonces el Padre tomó al guía del brazo, habló unos minutos con él y dijo:

-Tomás, no hagas caso. Tú seguirás con nosotros como los demás, hasta el final".

Ahora, desde la perpectiva de los años, comprendo que si José María y Tomás lograron superar su agotamiento fue porque Dios quiso y porque el Padre actuó con una impresionante caridad y fortaleza. En ambos casos el Padre les ayudó con gran cariño y habló con nuestro guía a solas. El viento nos permitió oír algunas de sus palabras, que fueron más o menos las siguientes, cuando se refería a José María: Piense, Antonio, que se trata de un hombre muy valioso, de un verdadero sabio de fama internacional, que ha hecho mucho bien a su patria y aún le queda mucho por hacer; usted es hombre de corazón; tenga paciencia y deje que le ayudemos hasta escalar la cima del monte; yo le aseguro que se repondrá después, aprovechando el primer descanso que tengamos y podrá seguir caminando normalmente; usted tendrá la satisfacción el día de mañana de haber salvado la vida de un hombre excepcional... Increíblemente, nuestro inflexible guía cedió y, en un caso y otro, siguieron adelante.

A partir de entonces varios de nuestro grupo fuimos turnándonos para ayudar a José María, que llegó a estar inmóvil, inexpresivamente sonriente y enajenado: debió sufrir una especie de mal de montaña. Si le dábamos la mano seguía caminando, pero muy lentamente; en cuanto lo soltábamos, se detenía de nuevo, sin reaccionar ante nuestras palabras. Parecía no oír.

Nos sorprendió que fueran precisamente Albareda y Alvira quienes experimentasen ese tremendo agotamiento. El primero, por su condición de edafólogo, estaba habituado a trepar por los montes, y a hacer caminatas y excursiones científicas; el segundo era uno de los más jóvenes del grupo. Pero los meses de hambre en Madrid y en Barcelona, respectivamente, habían dejado en ellos su huella y su deterioro.

La subida al monte Aubens fue una de las jornadas más duras. Durante todo el recorrido Juan iba siguiendo muy de cerca al Padre. Todos teníamos la convicción -y Juan de modo especial- de que nuestra principal misión, en aquellos momentos críticos, era velar por su vida: salvándole asegurábamos la continuidad de la Obra, que era la Voluntad de Dios. Esta idea la teníamos bien clara, sin necesidad de que nadie nos la hubiera explicado. Afortunadamente, el Padre coronó el monte Aubens y las otras etapas con una energía sorprendente. Rechazaba sistemáticamente el vino azucarado que le ofrecía Juan, argumentando que otros lo necesitaban más que él; aunque cuando accedía Juan apretaba tanto la bota que forzosamente tenía que tomar más de lo que deseaba.

La bajada del monte Aubens, por la vertiente norte, fue menos costosa, pero muy accidentada. No hacíamos más que atravesar bosques de pinos y descender rápidamente entre los riscos. Alguno rodó por el suelo, pero no pasó nada. Acabamos de bajar el monte muy avanzada la noche, y después de atravesar una carretera con grandes precauciones, nos detuvimos para descansar en una casa a la altura de Aubás; era una masía grande y con corrales para caballería de tiro.

Por aquel entonces la caravana de prófugos era ya muy numerosa; se habían ido sumando nuevos grupos de gentes, sobre todo de campesinos, y se habían multiplicado también, desgraciadamente, las palabrotas y las blasfemias. La vieja superstición, tan arraigada entre labriegos y carreteros, de que los animales solamente obedecen a base de blasfemias, había aumentado sensiblemente en un largo año de revolución antirreligiosa. Esta fue la causa por la que el Padre, en vista de la situación, decidiese consumir las Sagradas Formas.

Pasamos todo el día 29 de noviembre en Casa Fenollet, escondidos en uno de los corrales de ganado. Se ocupaba de la casa una señora -la "mestresa"- junto con otras mujeres, entre las que se encontraba una monja que se había refugiado allí. Llegamos completamente rendidos y me quedé dormido enseguida. Sin embargo, una de las veces en las que me desperté, por una causa o por otra, advertí que el Padre no estaba durmiendo. Esto me enojó interiormente: pensé para mis adentros que si él no aprovechaba esas horas de descanso luego no podría resistir.

Me enteré más tarde que a media mañana, mientras yo dormía profundamente, habíamos atravesado una situación de gran peligro. "Se presentaron en la casa dos milicianos -recuerda Juan-, preguntando si habían visto gente. Andaban recorriendo aquel camino a la caza de fugitivos. La mestresa -en un alarde de serenidad- les convenció de que estaba dispuesta a colaborar con ellos en la persecución de facciosos, mientras les servía unos buenos vasos de vino y unas tajadas de pernil. Y cuando acabaron su almuerzo, se marcharon sin investigar más".

Tras hacer algunos remiendos de urgencia en la ropa de algunos, aquellas mujeres nos dieron al medio día la única comida realmente nutritiva de toda la travesía: carne de carnero con alubias. A las seis reanudamos nuestro camino y el Padre nos aconsejó, para ganar en agilidad, que nos despojáramos de todo lo que tuviéramos que cargar sobre nuestras espaldas. Ya en la subida del monte Aubens habíamos tenido que arrojar algunas cosas para aligerar el peso, pero entonces fue la liquidación total: hasta los zapatos de Manolo se quedaron en el corral.

Al salir nos advirtieron que, en lo sucesivo, no podrían proporcionarnos más alimentos; y me parece que fue entonces cuando los guías nos proporcionaron un queso fresco y un trozo de hogaza por todo avituallamiento. Nos dijeron que aquello nos debía servir para unas ocho raciones; es decir hasta llegar a Andorra. Me resulta humillante el hecho de recordar todavía perfectamente aquel queso: era redondo y blanco, y tendría a lo sumo unos doce centímetros de diámetro por otros cuatro de grueso. Tras subir una montaña, en un pequeño altiplano, mientras descansábamos unos minutos, Manolo comenzó a bromear sobre el queso; y con gran asombro de mi parte, sacó una regla de cálculo de su bolsillo y comenzó a calcular, entre bromas y veras -utilizando el número pi-, qué sector circular de queso correspondía a cada comida que nos faltaba hacer. Mientras el Padre acogía el comentario con buen humor, Paco y yo -ciertamente con un humor bastante menos bueno-, reaccionamos en contra de las matemáticas de Manolo y engullimos el queso y la hogaza de una vez por todas; nuestra hambre nos llevó a considerar que era mejor conservar esos alimentos en el estómago que transportar su exiguo peso en la mochila...

En contraste con nuestro minúsculo queso y nuestro escueto trozo de pan, Antonio Dalmases venía bastante bien provisto. Llevaba, entre otros víveres, una fiambrera repleta exclusivamente de apetitosos muslos de pollo asados. Aún no sabíamos su nombre, y el Padre comentó, con cariño y buen humor, que era un muchacho inteligente: había descubierto una nueva especie de animal, cruce de ave de corral y miriápodo: el pollo-ciempiés. Desde entonces nos referíamos a él, de broma, con el apelativo "el chico del ciempiés".

Cuando comenzó a oscurecer reanudamos la marcha, esta vez de bajada. Cruzamos un río y nos acercamos a una carretera. Nos advirtieron que había que extremar la prudencia y no hacer ruido con los pies al caminar, o con los bastones que nos habíamos hecho con ramas de árboles. Teníamos que coronar dos montes -Santa Fe y Ares- de unos 1200 y 1500 metros de altitud respectivamente; y entre un monte y otro había un valle enclavado a 700 metros. Atravesar aquel valle era bastante peligroso, porque según nuestro guía los perros de las masías podían dar la alarma a los milicianos de Orgañá. Esto es lo que había sucedido poco tiempo antes y los milicianos habían recibido a tiros a los fugitivos.

Superamos estos dos montes; después, ya no me acuerdo de nada con precisión; sólo guardo la imagen de unos treinta hombres encorvados, caminando en hilera, sin apoyar los bastones en el suelo, componiendo una escena casi irreal. Luego, los recuerdos se agolpan. En una ocasión, recuerda Juan, cruzamos una carretera y nos deslumbraron las luces de un coche. "El susto nos dejó paralizados -anota- pero los guías, inalterables, se limitaron a decir que si nos enfocaban otra vez, eso es lo que había que hacer: quedarse quietos y en silencio".

-No pasa nada -dijeron, con gran seguridad-. No pueden vernos.

A continuación vino lo duro: tuvimos que atravesar infinidad de ríos; luego me enteré que era siempre el mismo, el Arabell: lo cruzábamos y lo volvíamos a cruzar; a ratos, caminábamos dentro del agua; otros, cerca de la ribera. Entonces comprobamos que las botas que Juan le había conseguido al Padre eran un auténtico timo. Le habían asegurado que eran impermeables y entraba el agua como si fueran un colador; con el inconveniente, además, de que tardaban mucho en secar. El Padre anduvo por lo menos dos días con los pies totalmente mojados.

Al amanecer del día 1 de diciembre acampamos al fin, totalmente empapados y ateridos de frío. Apenas salió el sol y amenazaba ya una nevada. Pasamos el día entero entre los matorrales y las piedras, completamente mojados, sin podernos mover para no llamar la atención, en un suelo húmedo y resbaladizo. Por la noche oímos batir unos tambores que delataban la proximidad de fuerzas armadas de carabineros o milicianos y nos inquietamos. Pero en aquellos momentos -por lo menos a mí-, me importaba más el frío que el miedo a ser apresado. Era un frío terrible, un frío inmisericorde y cruel, que me calaba hasta los huesos, y me hacía estremecer en medio de aquel agotamiento físico y psíquico que arrastraba desde hacía varios días. Aunque estaba totalmente obnubilado por el cansancio me pregunté que, si yo estaba así, cómo estaría el Padre. Estas consideraciones me servían para hacer oración y encomendarle.

Al mismo tiempo me irritaban algunas cosas que veía hacer al Padre: por ejemplo, no se protegía del frío, metiéndose periódicos entre la ropa, bajo el jersey, como hacíamos todos; procuraba comer menos para que a nosotros nos tocara más; apenas dormía cuando descansábamos en aquellos corrales y cuevas; y yo adivinaba que hacía todo aquello para mortificarse y para rezar más. Todo esto, al mismo tiempo que me conmovía, no acababa de entenderlo y, por el cariño que le tenía, hubiera querido impedirlo.

Durante los prolongados ascensos de los montes, cada uno procuraba ir recitando el Santo Rosario, al menos con el corazón; así nos lo había enseñado el Padre. Nuestra respiración jadeante se iba alternando con el rezo de los Padrenuestros, las Avemarías y las Letanías. Llevábamos mentalmente la cuenta de las decenas -las manos no daban abasto para apoyarse en el bastón y agarrarse al terreno-, pero perdíamos fácilmente la cuenta y acabábamos rezando misterios de veinte o treinta Avemarías. Entonces me sucedió un curioso fenómeno, que es un ejemplo palpable del cansancio físico y de la fatiga mental que nos provocaba el hecho de estar constantemente escudriñando el suelo en la más absoluta oscuridad. Durante una de las últimas tertulias que tuvimos en la cabaña, el Padre nos había cantado, para entretenernos, un ingenuo y candoroso villancico que solían cantar durante las Navidades las buenas religiosas de clausura de Santa Isabel, el Patronato del que el Padre era Rector, y que decía así:

Qué Niño tan bonito

que tiene San José

cada vez que lo miro

me pasa no sé qué...

¡ay, ay, ay!...

¡me pasa no sé qué...!

Sorprendentemente, esta letra ingenua y esta tonada de ritmo infantil, llegaron a formar parte inseparable de mi fatigosa respiración durante horas y horas: "cada vez que lo miro, cada vez que lo miro...". Repetí tanto tiempo esta tonada y se me grabaron estos versos tan profundamente en la memoria, que estoy seguro que me olvidaría antes de mi propio nombre que del villancico de las monjas Agustinas del Patronato de Santa Isabel...

Otro fenómeno fruto del cansancio, fue que, de vez en cuando, aunque no hubiera realmente ningún pueblecito de luces centelleantes en el valle, las veíamos brillar en la lejanía, como un extraño espejismo en la oscuridad...

Aquella tarde, después de todo un día de frío, antes de emprender la marcha, cayeron algunos copos de nieve. Y sin haber podido descansar, reanudamos el camino hacia el Norte.

Luego, entre todos, hemos recordado diversos sucesos de esa parte de la travesía. Hubo un momento crítico, junto al barranco de Civis. El guía nos avisó de que una patrulla andaba rondando por el camino: había oído claramente sus pasos. Hizo correr la voz:

-Mucho silencio y que nadie se mueva.

Y desapareció para investigar. Estábamos en un sitio húmedo, calados hasta los huesos, y así estuvimos durante dos horas, luchando contra el cansancio, el frío y el sueño. Alguno se quedó dormido de pie. Cuando regresaron los guías nos dijeron que cuando la patrulla se alejara del punto elegido para cruzar el camino, debíamos echar a correr a toda velocidad y ganar altura en la subida al paso de Cabra Morta, situado más allá del río.

Esperamos en silencio. Pasó la patrulla, y cuando el guía estuvo seguro de que se habían alejado lo suficiente, empezamos a correr monte arriba, a toda prisa, agarrándonos donde podíamos, pinchándonos con los abundantes espinos. A continuación, tras superar un alto desnivel sobre el río, cruzamos un cortado, rodeamos un pico y subimos casi hasta la cumbre por un terreno descampado. El terreno era tan accidentado que los guías nos aseguraron más tarde que la mayor parte de la gente no se hubiese atrevido a pasarlo durante el día por miedo a caerse. De pronto, paramos en medio de un bosque. Entonces el guía nos dijo que nos ocultáramos:

-Uno debajo de cada árbol, sin moverse, y mucho silencio.

Aquella parada, en medio de un silencio absoluto, se me hizo interminable. Se veía la luz de una casa y el resplandor de una hoguera. Pensamos que estaba cerca una patrulla.

Muchas de estas cosas las había olvidado. Pero luego hemos reconstruido entre varios estos hechos, y Juan -que volvió con uno de los guías a aquellos lugares muchos años más tarde- recuerda que pasamos cerca de una casa, la borda de Llusià, que tenía una luz encendida: debía de ser una lámpara de carburo. Al apercibirse de nuestra presencia unos perros comenzaron a ladrar ruidosamente. Nos asustamos mucho, pero los guías no hicieron caso. Luego cruzamos el arroyo de Argolell y escuchamos, sobresaltados, unos tiros de fusil. "Se habían dado cuenta tarde -recuerda Juan-; quizá les parecía que estábamos todavía por la subida y querían batir la cola de la expedición, pero ya no estábamos a su alcance". Cruzamos por delante de Más d'Alins, cuando, ya de noche cerrada, los guías nos dijeron que habíamos pasado la frontera: ¡ya estábamos en Andorra!

El Padre rezó una oración. Yo tardé cierto tiempo en reaccionar y darme cuenta de que todo había pasado. Quizá fuese la misma alegría la que me impedía creérmelo del todo. Los guías nos señalaron la dirección que debíamos seguir y desaparecieron.

Esperamos a que amaneciera y comenzamos a andar. Me convencí realmente de que ya estábamos en Andorra cuando apareció ante nuestra vista, en el valle, un hermoso pueblecito, Sant Julià de Lória. Era el día 2 de diciembre de 1937.

Por fin en Andorra

Tras aquella larga pesadilla, por fin, ya éramos libres. En acción de gracias, una vez que nos quedamos solos los de nuestro grupo, el Padre volvió a incoar la Salve -esta vez en voz alta-, que recitamos pausadamente, con profundo fervor y gratitud hacia la Virgen. Encauzaba así nuestra alegría en este acto de amor a nuestra Madre, que, una vez más, había manifestado su misericordia con la Obra.

Llegamos al pueblo. Antes de entrar tuvimos que superar un trámite que a algunos nos resultó molesto: los gendarmes procedieron a "desarmarnos"; es decir, nos quitaron los improvisados bastones que cada uno había ido escogiendo entre las ramas, por considerarlas "armas impropias" (¡!). Y además nos documentaron como refugiés politiques; cosa que también me irritó bastante, porque no había sido la política el motivo de nuestra evasión de España.

Tomamos un café caliente en un bar que había a la entrada del pueblo y buscamos la iglesia; después proseguimos caminando hasta Les Escaldes, una pequeña localidad del Principado de Andorra, muy cerca de Andorra la Vella, su capital.

He de reconocer que algunos de mis primeros recuerdos de Andorra no son demasiado espirituales. Me refiero en concreto al reconfortante baño de agua caliente y jabón que tomé en el Hotel Palacín de Les Escaldes, donde nos alojamos, y a la primera comida normal que hicimos en el hotel. Como nuestros organismos habían perdido la costumbre de digerir alimentos con regularidad, y los más jóvenes no tuvimos la prudencia de comer muy poquito -como hizo el Padre, que apenas probó bocado-, lo pasamos bastante mal en esa primera digestión. Recuerdo perfectamente lo que tomamos Paco yo: bistec con patatas fritas, pan blanco y fruta; y recuerdo perfectamente también el malestar y el ahogo que nos produjeron. Ocupábamos el mismo cuarto y tuvimos que abrir la ventana para recibir el alivio del aire fresco.

Al Padre se le hincharon las manos de forma alarmante y comenzó a sufrir fuertes dolores. Juan se preocupó: pensó que aquello podía ser el comienzo de un ataque reumático, como el que había padecido en Madrid. Al reconocerle descubrió que la inflamación se debía a la infinidad de espinas que tenía clavadas en la piel. Al escalar los montes se había ido agarrando a los matorrales, llenos de zarzas con espinas, y no nos había dicho nada para no preocuparnos, y para que no tratáramos de ayudarle. Hasta en aquellos momentos críticos había querido vivir el Padre lo que siempre nos enseñaba: non veni ministrari sed ministrare, no he venido a ser servido sino a servir.

Juan le fue sacando las espinas, una por una, y a la mañana siguiente estaba mucho mejor y pudimos regresar todos a Andorra La Vella para la Santa Misa. Por primera vez, después de casi un año, el Padre pudo volver a celebrar el Santo Sacrificio con ornamentos sagrados, en la capilla que unos monjes benedictinos de Monserrat, huidos de Cataluña, habían instalado en la planta baja de una casa, cerca del hotel. Antes de comenzar nos pidió que encomendásemos a los que se habían quedado en Madrid; y supongo que ese día celebró la Santa Misa por ellos.

Nuestro plan era irnos lo antes posible de Andorra, porque los salvoconductos que nos había extendido la Gendarmería francesa como "refugiados políticos" eran válidos solamente por cuarenta y ocho horas: lo indispensable para poder llegar hasta la frontera española de Irún. Pero, apenas llegamos a la capital del Principado empezó a caer una fuerte nevada, que gracias a Dios no nos sorprendió caminando por el Pirineo, y Andorra se quedó totalmente incomunicada. Habían cerrado el puerto de Envalira consecuencia de la nieve, y naturalmente, en esas condiciones no podíamos dirigirnos a Francia.

Fue pasando el tiempo y las máquinas quitanieves no llegaban : un día, otro, otro... Barajamos entonces la posibilidad de conseguirnos unas raquetas que nos permitieran caminar sobre la nieve, pero el proyecto no cuajó. Además, el coronel Boulard, que se alojaba en nuestro hotel, y estaba al mando del destacamento que Francia había enviado a Andorra para defender el pequeño Principado de las incursiones de los milicianos españoles, nos prohibió tajantemente que intentáramos pasar la frontera en medio de aquella nevada.

Sin embargo los días pasaban, la carretera seguía bloqueada por la nieve y los partes meteorológicos no eran nada optimistas. Y Monsieur le Colonel, un hombre grueso y corpulento, que trató muy bien al Padre cuando supo que era sacerdote, seguía en sus trece: no nos dejaba partir. Al cabo de ocho días, después de insistir mucho al Coronel, nos dejó, bajo nuestra responsabilidad, encaminarnos a pie hasta Francia. No nos pareció mala solución: al fin y al cabo estábamos ya familiarizados con el Pirineo; y, además, teníamos una razón poderosísima para hacerlo: no nos quedaba dinero para continuar pagando el hotel.

El día 10 de diciembre de 1937, después de asistir a la Misa que celebró el Padre en la parroquia de Andorra la Vella, salimos lo más temprano que pudimos acompañados de la casi totalidad de la expedición que había atravesado la frontera con nosotros. Una parte del camino pudimos recorrerla en un camión de asientos improvisados, con las ruedas bien pertrechadas con cadenas. Después atravesamos a pie el caserío de Encamp porque el camión no pudo pasar más arriba de Soldeu. Desde allí tuvimos que seguir a pie unos quince kilómetros, hundiéndonos en la nieve hasta más arriba de las rodillas. El paisaje era espléndido.

Al principio, la marcha parecía sencilla, sobre todo en comparación con los días anteriores. Pero al poco tiempo se fue esfumando nuestro entusiasmo, sobre todo cuando empezamos a notar que se nos helaban lo pies, porque caminábamos con las mismas alpargatas que habíamos usado durante la travesía. El Padre tenía las botas destrozadas y no habíamos podido comprar otro calzado por falta de dinero. Para protegernos un poco de la nieve, nos envolvíamos de vez en cuando los pies con papeles de periódico, hasta que se convertían, a causa de la humedad, en una pasta inservible.

En estas penosas circunstancias subimos el puerto de Envalira, a 2.400 metros de altitud, y continuamos andando por la carretera hasta el refugio, al que llegamos después de las once de la mañana. A las doce reanudamos la marcha hasta el Pas de la Casa, un puesto veraniego de la aduana francesa, donde nos acomodamos todos los que formábamos parte de la expedición -unas veinticinco personas- en un autobús de catorce plazas. De ese modo, apretujados y cansados, llegamos a L'Hospitalet, el primer pueblo de Francia.

Allí los trámites se prolongaron desde las dos hasta las cinco de la tarde. A esa hora tomamos el taxi que nos estaba esperando: un viejo Citroën de alquiler que nos habían enviado unos amigos de José María y que nos hubiera recogido en Les Escaldes si la nieve lo hubiera permitido. Nos acurrucamos los ocho los dentro del vehículo, que era relativamente grande, y así, prensados como sardinas y ateridos de frío, iniciamos nuestro recorrido sobre suelo francés.

Acción de gracias en Lourdes

Sin embargo no fuimos directamente a Hendaya: el Padre deseaba hacer una escala en Lourdes para dar gracias a Nuestra Señora. Los recuerdos que conservo de aquella visita son muy opacos, como fruto del agotamiento de aquellas jornadas. El viento era cortante y estábamos todos mojados hasta los tuétanos, muertos de frío y tiritando.

Durante el viaje guardamos el silencio necesario para hacer la oración de la tarde. Yo sólo conseguí ofrecer el malestar de la humedad y el frío, mientras pedía al Señor que el Padre no cayera enfermo. Iba sentado a su lado y no se me ocurría nada que decir para hacer ameno el viaje. Sin embargo el Padre, a pesar del cansancio, procuraba distraernos. Al pasar por Tarascón hizo un comentario lleno de buen humor acerca del conocido personaje de la novela de Daudet -Tartarín de Tarascón-, al que se había referido algunas veces al predicar sobre el realismo en la lucha interior: no había que actuar -nos decía- como Tartarín, que salía a cazar leones por los pasillos de su casa.

Hicimos noche en una modesta pensión de Saint Gaudens, que se autotitulaba pomposamente Hotel Central. No dejé de tiritar hasta que me quité la ropa mojada y me acurruqué bajo un rimero de mantas. A la mañana siguiente, 11 de diciembre, nos levantamos antes de que se hiciera de día y reemprendimos el viaje.

Salimos hacia Lourdes muy temprano. El Padre iba en silencio, muy recogido, preparando la Santa Misa. Hicimos un rato de oración y rezamos el Rosario. Al llegar, tras superar alguna dificultad en la sacristía del Santuario -el Padre no había podido conseguir una sotana y no le querían dejar celebrar Misa-, pudo celebrar, convenientemente revestido con una casulla blanca de corte francés, en el segundo altar lateral de la derecha de la nave, bastante cerca de la puerta de entrada de la cripta. Yo le ayudé. Los otros se situaron en lugares cercanos. Al comenzar, cuando ya levantaba la mano para hacer la señal de la Cruz, se volvió hacia mí, que estaba arrodillado en la grada, y me dijo en voz baja:

-Supongo que ofrecerás la Misa por la conversión de tu padre y para que el Señor le dé muchos años de vida cristiana.

Me quedé profundamente sorprendido: realmente yo no había ofrecido la Misa por esa intención; es más, estaba poco concentrado y con la atonía natural de quien se ha levantado muy temprano y aún se encuentra en ayunas. Me impresionó además que el Padre, precisamente en esos momentos en que con tanto fervor se disponía a dar gracias a Nuestra Señora, y que tantas cosas iba a encomendarle, tuviera el corazón tan grande como para acordarse de mis problemas familiares. Conmovido, le contesté en el mismo tono:

-Lo haré, Padre.

Entonces, en voz baja, añadió: Hazlo, hijo mío; pídelo a la Virgen, y verás qué maravillas te concederá.

Y comenzó la Misa: In nomine Patris... Introibo ad altare Dei...


martes, 27 de septiembre de 2011

¡¡¡ÚLTIMO PARTIDO DE FÚTBOL DE SEPTIEMBRE DE 2011!!!

PRÓXIMO VIERNES 30 DE SEPTIEMBRE...

No dejes escapar el último partido de fútbol sala en pista biodegradable autonivelante y con hachedoso reponedor de energías...

Elige tu posición:
-Portero
-Cierre
-Asu (bola)
-Extremo derecho (del banquillo)
- Etc. (No es una posición. Significa etcétera)

A las 17.15 quedamos en el CP Xabec
17.30 Salida a más tardar
18 a 19 Partido
Ducha
20 Meditación

jueves, 25 de agosto de 2011

Por fín: ¡¡¡¡¡¡¡¡Benicarló!!!!!!!!!



Sábado, 27 de agosto de 2011

Nacho F1.e2.r3 y "Caçoleta productions" tienen el gusto de invitarte a la ilustre barbacoa que tendrá lugar en su chalet piscinero del Montecarlo valenciano.

Después: visita al castillo de Peñíscola.


Hay que llevar: bañador, toalla, 5€ para gasolina y carne ó 3€ más...


¡Feliz Verano!

miércoles, 10 de agosto de 2011

DXT y Piscina en Picassent

Mañana a las 20:00, Quiquet nos invita a la "Granja" de Picassent.

El Plan es:
18:30 Salida desde xBc.
19:30 Charla
20:00 Fútbol-Granja y Piscina

21:¿? Cena bocatas

¿Preparamos brasas para la carne?

viernes, 20 de mayo de 2011

HOY COMIENZA EL BLOG DEL CLUB PROFESIONAL XABEC...

DENTRO DE UN AÑO CELEBRAREMOS EL 1ER ANIVERSARIO, ASÍ QUE HOY CELEBRAMOS EL 0 ANIVERSARIO... ¡VIVA EL CLUB PROFESIONAL XABEC!